Niños
y sus cuidadores viven en oncología pediátrica del Hospital Universitario del
Valle. Historias de espera y esperanza.
No se sabe qué tanto
extraña Yan Carlos a Timbiquí. Las palabras, como
dice su mamá, casi siempre le salen “bien poquitas”, y más cuando acaba de
pasar por una quimioterapia. El caso es que al revisar las pinturas que ha
hecho en el mes y dos semanas que lleva hospitalizado en el HUV, aparecen
árboles y manchones azules que bien podrían ser el mar.
El largo muchacho de ocho años tiene leucemia. Viajó
siete horas en lancha hasta Buenaventura y de allí tres por tierra a Cali con
una mamá de 23 años que dejó cuatro hijos más en el pueblo.
Ni modo, la abuela, cortera de caña como su hija Yamile, tuvo que hacerse cargo de los hermanos de 7, 3, 2 y
1 años que lloraron cuando ella se fue.
Cuando las cosas marchaban bien y Yan Carlos no tenía ese desaliento constante
que describe su madre, jugaba pelota. Lo del estudio, como lo de conversar, no
se le da mucho, pero jugar sí. Molestar al hermanito y divertirse con la
tierra, las ramas y el agua es un arte dominado. Pero en el hospital, en días
muy buenos, pinta. En otros, como los de esta visita, duerme o simplemente
mira.
No hay que olvidar que son 45 días los que el
muchacho lleva aquí. La mamá dice que sería bueno, por ejemplo, poder ver
televisión. Lo comenta porque el aparato está, pero sin servicio de cable y no
con lluvia sino aguacero en la pantalla.
Uno creería que la televisión
no es tan importante si la estancia en el hospital es básicamente para
recuperar la salud y en eso, el HUV, hay que reconocerlo, pone todo por hacer
bien su tarea.
Pero no es tan sencillo. El
hospital se convierte para personas como estas en su casa. Como la mayoría de
los 38 niños que pueden estar hospitalizados en la Unidad de Oncología
Pediátrica proviene de otras regiones (Pacífico, Cauca, Chocó, Putumayo...) sus
acompañantes prácticamente levantan un campamento al lado del paciente.
Algunos cuentan con la suerte
de un cupo en una de las fundaciones que brindan alojamiento y comida en casos
como estos. A otros, como Mariela Pérez, la mamá de Esteban, también de ocho
años, solo les resta acomodar la maleta detrás del sofá y esperar a que pasen
las semanas al lado de su hijo.
De Silvia, Cauca, trae el
shampoo, las cremas e incontables tarritos que organiza en el muro de la
ventana, que hace las veces de tocador. Qué bueno sería, dice, tener una
repisa.
Esteban es conversador y adora su Iron
Man de plástico, pero con frecuencia se aburre.
Cuenta que al final del pasillo de la Unidad Oncológica hay un salón de juegos,
pero que como él tiene eso en la mano (señalando el suero), a veces no puede
ir. Y que la verdad, hay muy poquitas cosas, la mayoría para niñas.
En realidad son cuatro mesas
chiquitas de plástico con sus sillas y un trío de muebles tipo sofá, en efecto,
con algunos juguetes. Me gustaría, dice Esteban, tener un DVD y poder ver
películas, como hace casi cualquier niño en la casa.
Diccy Aveyaneda, trabajadora
social de esta área, explica que la diversión y el bienestar nunca son asuntos
secundarios, menos en niños enfermos. Se necesitan chicos que sonrían más
frecuentemente y puedan aguantar los chuzones y las duras terapias. Una que
otra carcajada que compita con el dolor, la caída del pelo, la soledad o
incluso el miedo no está demás...
Se necesitan madres bien
alimentadas que soporten trasnochos, que no
enloquezcan con los largos silencios de las habitaciones, pensando en el hijo
enfermo y en el que dejaron en la casa.
Pero la alimentación también
tiene sus líos. Quienes trabajan en esta Unidad saben que muchos hijos tienen
que compartir el almuerzo con sus madres. Mariela, la mamá de Esteban, cuando
puede va por su ración a una de las fundaciones. Cuando no, hace “dietica” y adoba el asunto riendo y diciendo que bajar unos
kilos no le cae nada mal. Es una mamá.
Vivir en el hospital tiene
gajes que uno no se imagina ¿Qué pasa con la ropa sucia? Las madres, abuelas o
tías van a la lavandería del quinto piso y cuando hace buen sol tienden las
prendas en la terraza. Pero están con niños con cáncer, no siempre se pueden
alejar tanto y esperar el ciclo de lavado. Entonces lavan a raticos,
en el baño y tienden en el mismo cuarto (lo que no es recomendado por la
humedad). Caería bien una lavadora con secadora para esta área.
Pasa también en estos casos
de largas estancias que la amistad suele sorprendernos, instalándose justo en
el cuarto vecino. Diana Fernanda, de cuatro años, lleva casi dos meses en esta
sala del HUV y desfila con su pancita coquetamente expuesta por pasillos y
habitaciones. Entra donde Esteban, curiosea donde Yan Carlos y les ofrece de la
plastilina azul que carga con el propósito de que alguien le haga el tallo de
una flor.
Darlyn Vivas, su mamá, también se mueve cómoda por todos
lados, esperando el día en que le den salida a su hija para emprender el viaje
de quince horas de regreso a su hogar, en Satinga,
Nariño. A veces charla con Yamile, Mariela y las
demás o espera la vista semanal de las voluntarias que les enseñan a tejer o a
bordar. Podrían hacerlo todos los días, si tuvieran materiales.
En fin, todos quieren irse,
Esteban a Silvia, Diana Fernanda a Satinga, Yan
Carlos a Timbiquí.
La mamá de este último
valiente no sabe cómo va lograrlo porque en lo más profundo de su maleta, cual
caja fuerte, tiene solo $30.000 de los $130.000 que le valen los pasajes de
regreso. A la final, confiesa, eso es lo de menos. Dice que Dios la mandará de
regreso con su pelao y que allá, viendo el mar de los
dibujos, se acabará de curar. Pobre o como sea, sentencia, la casa siempre será
la casa.